domingo, 18 de marzo de 2018

15. Las consecuencias de la Guerra de la Independencia en Badajoz.

15.

Las consecuencias de la Guerra de la Independencia en Badajoz.

© Pedro Castellanos
18 de marzo de 2018

Virgen de las Virtudes y Buen Suceso del real monasterio de Santa Ana, a quien se atribuyó la protección de las monjas en la Casa de Ordenandos de la plaza de Minayo.

La Guerra de la Independencia española (1808-1814) fue un enfrentamiento militar entre España y el primer Imperio francés, provocado por la pretensión de Napoleón, como así se hizo, de instalar en el trono español a su hermano José Bonaparte, tras las abdicaciones de Bayona. Después de rendir Olivenza el 22 de enero de 1811, el mariscal Soult llega a Badajoz, iniciando su primer sitio. Badajoz fue tomada por primera vez en su historia por los franceses el 10 de marzo de 1811. Un documento firmado por las monjas del convento de Carmelitas de Badajoz, nos rememora los momentos vividos antes de la invasión francesa en 1811:
Que esta nuestra comunidad se halla en la mayor indigencia a causa de las actuales notorias circunstancias del sitio y bloqueo que está sufriendo esta plaza, por lo que carece de las rentas y frutos que le producen sus fincas; tanto por haberlos interceptado y derrotado el enemigo, cuanto por no pagar los inquilinos que disfrutan en arrendamiento muchas de ellas, y aún algunos como son las casas, las han abandonado, temerosos del estrago que pueden padecer unos y otras en el bombeo [=bombardeo], motivo por el que nos vemos en la dura necesidad de enajenar algunas de dichas fincas, por ser de la clase de alhajas más expuestas a padecer una total ruina.
Peor suerte corrieron otros conventos pacenses, este mismo año de 1811, las monjas de los conventos de Santa Ana, Madre de Dios, Santa Catalina y San Onofre, tuvieron que refugiarse en otros lugares, pues sus conventos estaban ocupados por las tropas españolas que defendían la plaza de los ataques de los franceses. Las hermanas clarisas del convento de las Descalzas se refugiaron en una casa que tenían en la calle del Pozo (hoy Menacho) y las de Santa Ana en la Casa de Ordenandos de San Vicente de Paúl, junto al hospital Provincial. El 16 de marzo de 1812 se produce el tercer y último sitio de Badajoz en la guerra de Sucesión por Lord Wellington. Este, junto a las tropas españolas y portuguesas, recuperó la ciudad defendida por el francés Philipon en la noche del 6 al 7 de abril de 1812. Wellington entra en Badajoz y los soldados ingleses saquean por completo la ciudad, dedicándose al pillaje descontrolado y profanando la mayoría de los templos. Las monjas del convento de Santa Lucía declaraban en 1814 que después de esta reconquista siguió un saqueo, «el más general, horroroso e increíble». Tras la ocupación de su convento tuvieron muchos gastos en la reparación del edificio. De los daños tampoco se libró la catedral, que se hallaba en un estado deplorable, careciendo de lo más necesario para celebrar la misa, «por lo ocurrido después de la gloriosa reconquista de esta plaza», necesitándose los ornamentos y vasos sagrados para el culto.


Badajoz en 1812 desde la Picuriña.

Las monjas de Madre de Dios fueron expulsadas de su convento tras la conquista de la ciudad por el «pérfido enemigo francés», refugiándose en una casa particular. La iglesia del convento, hoy parroquia de San Andrés, estaba siendo utilizada como «depósito de presidiarios», es decir, como cárcel. Debido a los gastos que habían tenido en reparar su convento en obras de carpintería y cerrajería, se obligaban  a vender varias alhajas de plata que tenían para el culto divino y una casa en la calle de las Ollerías nº 1, (hoy Arco-Agüero). El 30 de octubre de 1814 se citaba que las monjas de Santa Anta habían sido expulsadas de su convento por esta «guerra destructora». El Gobierno las había expulsado para utilizarlo como cuartel para las tropas que tenían que guarnecer la ciudad, por hallarse amenazada de asedio por el enemigo. La ciudad fue liberada por los aliados en su reconquista «gloriosamente», hasta que por los decretos del Rey, se les había restituido su convento, quedando en estado ruinoso, sin haber respetado su iglesia. Para poder hacer habitable el edificio enajenaban algunas fincas.
De los graves efectos que tuvo en la ciudad la Guerra de la Independencia daban cuenta también las monjas del convento de las Descalzas el 30 de noviembre de 1814. Este día pedían permiso al obispo Mateo Delgado para vender una casa que ellas tenían en la entonces calle de la Puerta Nueva (actual Prim) número 42, cercana a la calle Abril. En el documento las monjas citaban: «Hallándose en absoluta necesidad y urgencia de buscar medios y arbitrios de satisfacer el crédito de cerca de 30.000 reales que han gastado en la rehabilitación y reedificación de su convento en los ramos de albañilería, carpintería y cerrajería, cuya obra no se ha concluido». Finalmente se les concede el permiso y la casa es vendida a José Navarro y su mujer, María Manuela Peña, tasada por los alarifes José María Hernández y Eduardo Ardila en 7.000 reales. También las monjas jerónimas de San Onofre citaban los muchos gastos que habían tenido para reparar su convento. Además no cobraban rentas de sus tierras desde 1811; decidían vender una casa que tenían frente al convento de San Gabriel, en la calle del Rastro (hoy San Juan), esquina a la de Corregidores (hoy Soto Mancera).

Grabado de Badajoz de la época desde la actual carretera de Cáceres.

El convento de San Agustín vendía en 1816 una casa en el número 13 de la entonces calle San Agustín (hoy José Lanot), por la pasada guerra y necesidad urgente de reparar su convento e iglesia. Se la vendían a Manuel Garrido Pedrero por 35.882 reales. La abadesa y «discretas» del convento de Santa Lucía vendían una casa en la calle de la Sal (hoy Arias Montano) el 14 de enero de 1817, «por la necesidad en que se hallaban en reformar su convento destruido por la circunstancia de la pasada guerra». La Cofradía del Dulce Nombre de Jesús desapareció tras la ocupación del convento de Santo Domingo por las tropas de Napoleón, que lo convirtieron en cuartel, así lo citaba el periódico «Hoy» del 18 de abril de 1943: «Llegan entonces años malos para la cofradía, pues la iglesia de Santo Domingo, donde radicaba como en la actualidad, es convertida en cuartel por los ejércitos invasores de Napoleón, los cuales quemaron los retablos del templo y amontonaron las imágenes».
Me ha parecido muy interesante el artículo del escritor badajocense Jesús Rincón Jiménez que publicaba el 21 de diciembre de 1921 sobre la reconquista de la ciudad por las tropas anglo-portuguesas en la noche del 6 al 7 de abril de 1812:
Las iglesias de la ciudad fueron bestialmente profanadas. Los tesoros de la catedral, parroquias y conventos, fueron robados por los ingleses que, ebrios de sangre, de codicia y de lujuria, olvidaron todos los respetos que merece la dignidad propia. Encorajinados por la pérdida de 5.000 combatientes en el asalto de la brecha, entraron en Badajoz como fieras heridas dispuestas a destrozar lo que encontraran por delante: vidas, honras, lugares sagrados; nada escapó al furor de los conquistadores, que trataron a los pocos e indefensos habitantes que subsistían en la ciudad, no como aliados de un pueblo culto que ansiaba recuperar su libertad y a quienes unía el odio a las fuerzas napoleónicas, sino como hordas salvajes que se complacían con refinamientos de crueldad y con todo género de impiedades en atormentar brutalmente a sus desgraciadas víctimas. Son muchos los testimonios de este suceso.
Todos reflejan la angustia, el dolor, la indignación por lo ocurrido. Aún en medio de la frialdad y laconismo de las comunicaciones oficiales se descubren los mismos sentimientos. De estas últimas solo extractamos las siguientes, que son poco conocidas: fray Laureano Sánchez Magro, prior de Santo Domingo, después de lamentarse en un sentidísimo escrito del estado deplorable en que quedaron las iglesias de la capital, dice: «Varios religiosos han sido despojados de sus ropas y efectos y aun de su propia camisa en los días 7 y 8 de abril, cuando por medio de un glorioso asalto se apoderaron de esta plaza las tropas aliadas inglesas y portuguesas»; la Junta Suprema, al dar a los jefes cuenta de la reconquista «que ha llenado de tanto gozo a los habitantes de la provincia que ninguno se acuerda de los males que por la ocupación de la capital ha padecido», afirma que el asalto se verificó a las nueve y media de la noche del 6 por la parte del Castillo, y que las tropas que entraron por la puerta del Pilar, luego de vencer a los franceses que sostenían la brecha hacia el convento de la Trinidad, se reunieron en el campo de San Juan con la infantería que bajó de la parte alta, después de haber destrozado lo que encontraron al paso; y el marqués de Monsalud, que llegó a Badajoz el 9 de abril participa a la junta que la plaza presenta un cuadro horroroso: «Las casas yermas, las familias con solo lo puesto, y muchas ni aun camisa»; y en otra comunicación dirigida a don Juan Cabrera de la Rocha, ordena: «Que se entierren y cubran con cal los muchos cadáveres que se encuentran en las casas» y que se pida a los pueblos que manden los albañiles que puedan, no solo para el pronto reparo de las brechas, sino también para la limpieza de la ciudad, «que se halla en la mayor inmundicia por sus calles, y evitar así los horrores que puede ocasionar un contagio».
Solo se salvó del bárbaro atropello la Casa de Ordenandos, en la que se veneraba la imagen de la Santísima Virgen de las Virtudes y Buen Suceso por la comunidad de Santa Ana. Una vez que los franceses se posesionaron de Badajoz en 1811, nombraron vicario apostólico a don José González Aceijas, quien dispuso que las citadas monjas abandonasen su convento y se trasladaran a la Casa de Ordenandos, donde quedaron instaladas en el piso principal, y donde alentadas continuamente por el provisor don Gabriel Rafael Blázquez Prieto, que por no acatar las órdenes del Gobierno intruso se encontraba prisionero en el fuerte de Pardaleras, hacían frecuentes rogativas para que la ciudad se viera libre de las garras del enemigo. Cuando tuvieron noticias de que las tropas de Wellington se disponían al asalto, redoblaron sus rezos, implorando del Altísimo el triunfo de las fuerzas aliadas y esperaron con verdadera impaciencia el momento del rescate. Es de advertir que las balas del ejército sitiador alcanzaron en más de una ocasión el edificio de su alojamiento, sin que milagrosamente tuvieran que lamentar ninguna desgracia, pues los proyectiles jamás hicieron daño ni a sus personas ni a sus bienes.
Ellas apenas se arredraron en los momentos culminantes de la lucha, y cuentan que la metralla llovía sobre la casa y las bombas zumbaron alguna vez por sus corredores. En aquellas horas de verdadero peligro, cuando el infernal fuego de cañón y el temible estruendo de la fusilería pregonaban el momento decisivo del asalto, se congregaron en la capilla y penetrados de clases alegría y susto a un mismo tiempo, postráronse a los pies del Dios de los ejércitos suplicándole sus favores en aquella noche que las monjas llamaban de su redención. Llegó el instante deseado y al oír el glorioso sonido de la victoriosa trompeta que anunciaba el levantamiento del cautiverio y la cautividad de los opresores, llenas de la más dulce satisfacción rezaron el Te Deum laudamus [A ti, oh Dios, te alabamos] en acción de gracias por su liberación. Concluido este sencillo y solemne acto religioso, temiendo la horrorosa escena de aquella alegre y triste noche, afianzaron las puertas, escondieron las luces y se ocultaron en el rincón más apartado de la Casa de Ordenandos.
Con los primeros rayos de luz del nuevo día llegaron a las religiosas los horribles gritos y los aires lastimeros de una multitud enloquecida por el terror. Desde las ventanas de su residencia, vieron atemorizadas, cómo sus conciudadanos, sin excepción de personas, eran desgraciadas víctimas de las repugnantes pasiones de la soldadesca; vieron a los hombres pasar por el campo de San Francisco, despavoridos y plagados de heridas; vieron a muchas mujeres afligidas, desgreñadas y casi desnudas, que desgarradamente lloraban la pérdida de sus padres, de sus maridos o de sus hijos; ellas vieron, en fin, cómo las gentes se ahogaban en el mar de penas en que estaban sumergidos. El presbítero de la Congregación de la Misión, don Juan Roca, las invitó para que asistieran al santo sacrificio de la misa. Este solemnísimo acto fue realzado en ocasión tan angustiosa por las circunstancias que lo rodearon. Mediada la misa, se oyen espantosos golpes en la puerta. Desde el altar, el ministro dice a los circunstantes: ¡Nadie se mueva! Todos obedecen a su voz cesan los golpes y se prosigue con gran sosiego el sacrificio hasta la consumación. Las hijas de santa Clara, las monjas de Santa Ana se acercaron al altar para unirse con su divino esposo y pedirle que las preservara de todo mal. Concluida enteramente la misa rezado el himno del Dulcísimo Nombre de Jesús, cuando aún no habían cesado los bárbaros tiros de los conquistadores y los lastimosos clamores de los desconsolados habitantes de Badajoz, se oyó en la Casa de Ordenandos una voz que decía: ¡Abran ustedes la puerta y no teman, porque ya tienen puesto un centinela para guardarles! En efecto, abrieron la puerta y sorprendidos vieron un soldado con el fusil al hombro que custodiaba el edificio. El centinela desapareció a las pocas horas y a pesar de que las puertas se abrieron y cerraron muchas veces, nadie intentó penetrar con fines siniestros en este recinto, que fue a manera de Arca de Noé, en medio del diluvio de pasiones desenfrenadas.
En aquellos días de tribulación solo en esta capilla pudieron celebrarse actos religiosos; solo en esta capilla había reserva en el Sagrario para administrar la sagrada comunión a los heridos y a los moribundos. La profanación en los demás templos llegó a extremos inconcebibles: los vasos sagrados y los ornamentos eclesiásticos fueron robados y pisadas las divinas formas. Por eso se consideró como prodigioso el hecho de haberse librado de tan feroces ultrajes la Casa de Ordenandos, y las monjas de Santa Ana, por el inmenso beneficio recibido, festejaron el primer aniversario con una brillante función religiosa, en la que predicó el mismo sacerdote que con sus manos elevó el Santísimo Sacramento en el día trágico. A mediados del siglo XIX, deseando la madre abadesa doña María Escola y toda la comunidad tener una memoria auténtica de este prodigioso suceso, escribieron al señor Roca, quien les envió para gloria de Dios y gratitud eterna una copia del sermón indicado que contiene los pormenores del asunto. A la amabilidad de mi excelente amigo, el culto maestrescuela de la Santa Iglesia Catedral de Badajoz, don José A. Hernández de la Barrera, debo un traslado de este discurso que me ha servido de base para estas líneas. Don Juan Roca recomienda a las religiosas que lean el sermón todos los años el 7 de abril, para satisfacción de sus piadosos deseos. Dícenme que las monjas de Santa Ana aceptaron la recomendación y que en nuestros días siguen esta costumbre; y así será, porque son espíritus selectos y porque, como dijo el predicador, si fueron singulares en el beneficio, es muy justo que lo sean también en el agradecimiento.

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